(743) Iglesias descristianizadas (27) por silenciar a Jesucristo, al no conocerlo (1)

  

Nota previa              

Esta serie de mi blog «Iglesias descristianizadas» ya va por los 27 artículos. Tuve un traslado de Residencia –las dos excelentes, a Dios gracias–, y mi vida y trabajo de escribir pasó por una buena serie de alteraciones. Durante más de un año (entre febrero de 2023 y abril 2024, entre el 704 y 705), no pude continuar el blog. Recuperado el blog (705-743),  privado de mi biblioteca, he ido escribiendo lo que buenamente he podido hacer. La serie Iglesias descristianizadas, se ha ido desarrollando con un cierto desorden temático casi perfecto… Después de 26 artículos he alcanzado a dedicar uno a la Santísima y Gloriosa Virgen María, Madre de Dios (742). Y hoy, escribiendo sobre Cristo (743), entro por la Palabra divina en el ámbito luminoso de la Santísima Trinidad…  Demos gracias a Dios.

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En mi anterior artículo sobre «el silenciamiento de María» ya expliqué, como una de las causas principales de la descristianizaciòn de la Iglesia, que se le cita al paso, y pocas veces se predica sobre Ella; quizá porque buena parte de los ministros de la palabra no la conocen apenas… Pero es la predicación sobre la Virgen, la que da a los fieles ese mayor conocimiento que enciende un mayor amor, una profunda devoción filial. Nihil volitum quin praecognitum… No se puede amar mucho a  una persona si no se le conoce apenas.

Pues bien, apliquen lo dicho al silenciamiento pastoral sobre las personas del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo… Se citan, pero se predica poco sobre ellas.  Aquellas Iglesias locales que, tanto en su predicación como en su acción pastoral, centran su atención en los temas hoy centrales en el mundo, acaba descristianizándose. No anuncian el Evangelio, no predican a Cristo, no revelan a los hombres de hoy, como el apóstol Juan, que «el Padre envió a su Hijo por Salvador del mundo» (1Jn 4,14). Ni les aseguran como Pedro, que «no hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se nos ha dado a los hombres otro nombre por el que podamos ser salvados» (Hch 4,12).

Éstas realidades evnagélicas de la fe han sido el mensaje principal del papa León XIV en su primer discurso  (8-05-25). Reafirma en él gozosamente que «Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, es decir, el único Salvador y el que nos revela el rostro del Padre… Hoy son muchos los ambientes… en los que no es fácil testimoniar y anunciar el Evangelio, y donde se ridiculiza a quien cree, se le obstaculiza y desprecia, o a lo sumo se le soporta y compadece… Precisamente por esto, son lugares en los que la misión es más urgente».

 

Cristocentrismo evangélico de los Apóstoles

 «En esto está la vida eterna: en que te conozcan a ti, único Dio verdadera y a tu enviado Jesucristo» (Jn 17,3). «Él es el misterio escondido desde los siglos en Dios, y ahora manifestado a sus santos» (Col 1,26; +Ef 3,9). Cristo mismo es el Evangelio, el objeto absolutamente principal de la predicación evangélica. Propiamente, el Evangelio –«os anuncio una Buena Noticia»– es Jesús mismo, su nacimiento en Belén y todo lo que sabemos de su epifanía personal en la tierra… Claramente lo afirma San Juan evangelista: «Éstas señales fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo en él, tengáis vida en su nombre» (Jn 20,30-31). Esto es lo que siempre ha entendido la Iglesia: Evangelizar es «anunciar el misterio de Cristo» (Col 4,3).

Es precisamente lo que no se hizo ni se hace en las Iglesias descristianizadas.

 

No evangelizamos simplemente con enseñar las doctrinas morales del cristianismo. Si no predicamos al mismo Cristo, en esas enseñanzas morales, no podrán ser entendidas y creídas, ni menos podrán ser vividas, sino en la medida en que conozcan y crean en Jesús. Sin revelar a los hombres el misterio de Cristo pobre, por ejemplo, es imposible predicar a los hombres el misterio cristiano de la pobreza, a la que, en su medida, están llamados a creer y a participar… «Conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico [Dios], se hizo pobre [se hizo hombre], para que vosotros fueseis ricos [deificarnos] por su pobreza [encarnación]» (2Cor 8,9).

Toda predicación del Evangelio ha de ser dada a los hombres partiendo del mismo Jesucristo. El amor al Padre, la caridad por los hombres, la misericordia, el sacrificio personal que «completa» la Pasión de Cristo para la expiación por los pecados, la oración, el matrimonio, el celibato, la limosna, el abandono confiado en la Providencia divina, etc. todo eso es lo que predicaron los Apóstoles, convenciendo, con el poder del Espíritu Santo, a tantos hombres y naciones de todas las lenguas.

Y esto es lo que las Iglesias descristianizadas no hicieron ni hacen jamás. Una predicación horizontal, naturalista, ceñida a los valores mundanos de moda, siempre moralista, pelagiana, que apenas cita a Cristo, que en el mejor de los casos enseña ciertas verdades suyas, pero sin recordarle a Él continuamente como maestro y fuerza de gracia, como único «Salvador», como verdad, camino y vida, no convierte, no salva, no sirve para nada: «sin Mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5).

Los cristianos somos el «pueblo adquirido para anunciar las maravillas de Aquel que los llamó de las tinieblas a su  luz admirable» (1Pe 2,9)… ¿Pero cómo el sacerdote o el laico podrán predicar de Cristo si tantas veces apenas lo conocen?… Y sin embargo, «en esto está la vida eterna, en que te conozcan a ti, único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo» (Jn 17,3).

 Dice el Papa León, animando al apostolado sobre el mismo Cristo: «Es fundamental hacerlo antes de nada en nuestra relación personal con Él» (ib). Nadie da lo que no tiene. 

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—I) Conocer a Jesús

1. Por Escritura, Tradición y Magisterio apostólico

«El justo vive de la fe» (Rm 1,17), «la fe es por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo» (10,17). La fe: esta palabra humana y celestial, verdadera y vivificante, nos llega de una fuente triple y única: Escritura, Tradición y Magisterio apostólico (Vat. II, Dei Verbum 10). Por eso cualquier enseñanza sobre Cristo que no fluya de esa fuente es ciertamente falsa, y no debemos darle más valor –por muy admirada y prestigiada que esté– que el que podamos dar al ladrido de un perro o al rebuzno de un burro.

El papa León, con ocasión de la 40º  Asamblea General del CELAM, escribe a su Presidente, Cardenal Spengler, un mensaje cordial y apostólico, en el que le anima a alcanzar «en comunión afectiva y efectiva, iniciativas pastorales que lleven a soluciones según los criterios de la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio»… Buen aviso, que se da porque se ve que es necesario darlo.

«Habite Cristo por la fe en vuestros corazones» (Ef 3,17). «En esto está la vida eterna», en conocer a Jesucristo, centro y vida de la fe cristiana, pues es Él quien, en la plenitud de los tiempos, nos revela al Padre, nos comunica el Espíritu Santo, y así nos hace «partícipes de la naturaleza divina» (2Pe 1,4). 

El Credo católico, que una y otra vez confesamos solos o en la comunidad litúrgica, es muy acentuadamente cristocéntrico:

«Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre, por quien todo fue hecho… que por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre»…

Por eso el apóstol San Pablo confesaba a los fieles de Corinto: «Nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado» (1Cor 2,2). Él es la clave de todos nuestros conocimientos sobrenaturales, de tal modo que podemos afirmar con San Agustín:  «Si Christum noscis, nihil est si cætera nescis – Si Christum nescis, nihil est si cætera noscis». En traducción libre: Si conoces a Cristo, nada importa que ignores lo demás. Pero si ignoras a Cristo, de nada te vale conocer otras cosas.

 

2. Por la oración

Conscientes de nuestra incapacidad mental y cordial para conocer al Señor, porque tenemos sucios los ojos y el corazón, acudimos ante todo a la oración de súplica.

Pedir al Padre, que es quien nos envía a su Hijo: Él es quien pronuncia a su Hijo en la encarnación. «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y aquél a quien el Padre lo quiera revelar» (Mt 11,27). «Bienaventurado tú, Simón Bar Jona, porque no es la carne ni la sangre quien te ha revelado eso, sino mi Padre, que está en los cielos» (Mt 16,16-17). Para conocer a Jesús no confiamos en nuestra inteligencia, ni en nuestros estudios y meditaciones –aunque ayudan–, sino en la misericordia del Padre que nos ama: Padre, muéstranos «el rostro de tu Ungido» (Sal 84,10; 132,10).

Pedir a la Virgen María, que nos lo dio y que nos lo da: «Muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre». Es la misión de la Virgen, pues es Ella la que da Jesucristo al mundo.

Pedir la intercesión de los santos que más han sobresalido por su conocimiento del misterio de Cristo: Juan, Pablo, Francisco, Teresa…

Sta. Ángela de Foligno (1248-1309), madre de familia, terciaria franciscana, sin mayor cultura: «¡Oh Dios mío¡ hazme digna de conocer tu profundo misterio, que brota de tu abrasado e iefable amor, comunicado a nosotros por la misma Trinidad: el misterio de tu santísima Encarnación… ¡Oh caridad incomprensible! El amor más grande es que Dios se haya hecho hombre para hacer al hombre Dios. ¡Oh amor entrañable! Cuando tomaste nuestra forma humana, te entregaste para recibirme a mí. No te rebajaste de modo que perdieras algo de tu divinidad, sino que el abismo de tu concepción me hace exclamar palabras de fuego: ¡Oh incomprensible, que te has hecho comprensible! ¡Oh increado, que te has hecho criatura! ¡Oh impensable, que te has hecho pensable! ¡Oh impalpable, que puedes ser tocado! ¡Oh, Señor, hazme digna de contemplar la profundidad del amor tan excelso, que nos comunicaste en la santísima Encarnación! ¡Oh feliz culpa, que nos has merecido ver el abismo del amor de Dios, que nos estaba escondido!» (Última carta antes de morir +1309: Experiencia de Dios Amor,  Apostolado Mariano, Sevilla 1991, 236).

 

3. Por la penitencia

«Los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8). La ascesis, la vida de oración perseverante, la frecuencia de los sacramentos, el ejercicio asiduo de las virtudes, dice San Pedro, han de pretender sobre todo «la adquisición del conocimiento de nuestro Señor Jesucristo» (2Pe 1,5-8). Aunque también en cierto modo, se da al revés: la Samaritana o la Magdalena no estaban muy crecidas en virtudes cuando, conocen a Jesús y, dejando su vida pasada, le siguen… porque le han conocido.

«Contemplad al Señor, y quedaréis radiantes» (Sal 33,6). La penitencia, purificándonos en  mente y corazón, hace posible la contemplación. Y la contemplación del Señor, como ninguna otra cosa, purifica nuestros ojos y nuestra alma.

Contemplad al Señor, y quedaréis radiantes: se encenderá vuestro corazón, se harán limpios vuestros ojos, y os llenaréis de tan grande y continua alegría que no sentiréis la fascinación de ninguna tentación, y os entregaréis apasionadamente a todo bien.

De la fe a la visiónSi la fe en Cristo es la clave primera de nuestra configuración a Él, será la visión de Cristo, en su segunda venida, en la otra vida, la que nos configure a Él plenamente, incluso en el cuerpo: «sabemos que cuando aparezca [Cristo] seremos semejantes a Él porque le veremos tal cual es» (1Jn 3,2). Contemplaremos al Señor y quedaremos radiantes.

 

4. Por el Evangelio

Los cuatro Evangelios fueron escritos ante todo para dar a conocer a JesucristoDeclara San Juan apóstol: todas estas cosas «fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo en Él tengáis vida en su nombre» (Jn 20,31). Por eso cuando alguno dice «este pasaje del Evangelio no me dice nada», es porque busca ante todo en el Evangelio enseñanzas morales, y no al mismo Jesucristo, del que hablan los Evangelios en todos sus pasajes.

Hoy muchos cristianos no creen en los Evangelios, porque niegan su historicidad o la ponen en duda siempre que encuentran  algo en ellos que los incomoda o reprueba. Alegan, siguiendo el criterio del protestantismo liberal y el modernismo católico, que fueron escritos muy tarde, y dan una visión idealizada de Jesús. Los discursos, y más aún los milagros, no son «históricos» a su juicio, sino la expresión de la fe de las primeras comunidades cristianas, a partir de recuerdos, oralmente transmitidos, y ampliamente idealizados.

Ejemplo, los “modernos” comentarios al evangelio de San Juan escritos por F. F. R.,  profesor en una Facultad católica (Comentario al N.T., Casa de la Biblia, Madrid 1995): –Jesús no anduvo sobre las aguas: «el hecho es más teológico que histórico… Es una forma poética y adecuada para afirmar el poder sobrehumano de Jesús» (288). –Jesús no resucitó a Lázaro: más que un hecho real, viene a ser «una parábola en acción» para mostrar que Jesús es la vida. «El último de los signos narrados debía ser un cuadro de excepcional belleza y atracción. El evangelista ha logrado su objetivo. Nos ha ofrecido un audiovisual tan cautivador»… «De cualquier forma, debe quedar claro que la validez del signo y de su contenido no se ven cuestionados por su historicidad» (o para hablar con más precisión, por su no-historicidad) (304-5). –La resurrección de Jesús «rompe el molde de lo estrictamente histórico y se sitúa en el plano de lo suprahistórico». Los 4 evangelios dan versiones distintas: ¿quién tiene razón?: «ninguno, porque las cosas no ocurrieron así», como las cuentan (sepulcro vacío, ángeles, etc.) (329). –Tampoco son reales las apariciones de Jesús: «El contacto físico con el Resucitado no pudo darse. Sería una antinomia [ya prohibida por el señor Kant en 1793: La Religión dentro de los límites de la sola razón]. Como tampoco es posible que él realice otras acciones corporales que le son atribuidas [por los evangelistas], como comer, pasear, preparar la comida a la orilla del lago de Genesaret, ofrecer los agujeros de las manos y del costado para ser tocados… Este tipo de acciones o manifestaciones pertenece al terreno literario y es meramente funcional» (330)… –Pesca no-milagrosa: «El andamiaje de la pesca milagrosa» (331).

La Iglesia siempre ha creído en la historicidad de los Evangelios, como lo declara con toda firmeza el Concilio Vaticano II (Dei Verbum 19) y también el Catecismo (107, 115ss, 124ss). Consiguientemente, aquel que no confiesa que «Los Evangelios son verdaderos e históricos» (obra mía: Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2014, 70 pgs.), no conoce realmente a Jesucristo, sino que de Él tiene sólo las falsas ideas que, a su gusto y medida, concibe su pobre mente o absorbe del ambiente mental del mundo en que vive..

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—II) Enamorarse de Jesús

Nada puede ser querido si no es previamente conocidoNihil volitum nisi præcognitum. Para el progreso de la vida espiritual cristiana importa mucho conocer bien al Señor. Cuanto más se le conoce, más se le ama. Y cuanto más se le ama, más se le conoce. 

Pocos adagios tan necios como el que dice que «el amor es ciego». Es todo lo contrario, como lo sabemos por experiencia. Si en una familia, por ejemplo, alguien sufre por algo sin decirlo, los que más lo aman, son los que más se dan cuenta. Los que menos lo aman, ni lo advierten. Nadie conoce a Cristo tanto como los santos, porque ellos son los que más lo aman. Siendo los que más aman a Cristo, los que por la gracia más semejante a Él se han hecho, son los que mejor lo conocen.

 

–La belleza atractiva de Cristo

La hermosura atractiva de la humanidad de Cristo es inefable, pues es «la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda criatura» (Ef 1,15).  Es la revelación perfecta  de la belleza de Dios: «Quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14,9), «el Padre y yo somos uno» (Jn 10,30). Él es «el esplendor de la gloria» del Padre (Heb 1,3). «Todo fue creado por Él y para Él. Él es antes que todo, y todo subsiste en Él» (Col 1,16-17). Hombres y mujeres, montañas y ganados, estrellas, flores y sinfonías, poesías y artes… Todo subsiste en Él y para Él… No puede haber palabras capaces de describir su belleza

¿Cuál sería el atractivo fascinante de JesúsLo vemos comprobado en la vocación de los Apóstoles. Hombres rudos e ignorantes, cuando el Señor los llama, lo dejan todo al momento –todo– y lo siguen. ¿Cómo explicarlo?… No están deslumbrados por su doctrina o por sus milagros, pues la elección de los Doce está al comienzo mismo de su vida pública; apenas le han oído predicar, y su primer milagro, el de Caná, es posterior a la vocación de los apóstoles. Tampoco se ven atraídos por la misión apostólica que el Señor les va a encomendar: no tienen de ella ni la menor idea. ¡Es Él mismo! quien los atrae con atracción irresistible: es Él quien, encendidos sus corazones por la gracia, al punto dejan familia y amigos, casa, tierra, trabajos, lenguaje, todo, y se van a vivir con Él como discípulos. Y aunque fallan a la hora de las tinieblas, la de la Cruz –aún no han recibido el Espíritu Santo–, siempre han perseverado en su seguimiento: «Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas» (Lc 22,28).

 

Es el que alegra los corazones

Sólo en la medida en que el hombre conoce y ama a Jesucristo y conoce su amor puede ser feliz en este mundo. Sufrirá persecución, enfermedades, dolores, ciertamente, como ya lo anunció el Señor. Pero saberse amado por Él –«el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí» Gal 2,20), es mayor bien que todo; y amarlo, «¿quién podrá separarnos del amor de Cristo?» (Rm 8,35), nos guarda en una alegría que supera toda pena. «Alegraos siempre en el Señor; de nuevo os digo: alegraos» (Flp 4,4). En tantos casos lo vemos testimoniado por el Evangelio.

–Alegría de los pastores, a quienes los ángeles habían anunciado «una gran alegría», «cuando vieron» a Jesús en Belén (Lc 2,9-20). –Alegría de Simeón, tomando en brazos al «Consuelo de Israel», al que es «Luz de las naciones» (25-32). –Alegría de Pedro, Santiago y Juan, contemplando la gloria de Cristo transfigurado: «Señor, qué bien se está aquí: hagamos tres tiendas… No sabía lo que decía», enajenado de gozo (9,33)… –«Toda la muchedumbre, al verle, quedó maravillada, y en seguida corrió a saludarle» (Mc 9,15). Y en tantas otras ocasiones se alegra el corazón de los hombres viendo a Cristo, cómo es, qué dice, qué hace. –A Magdalena, que está llorando como una magdalena, se le cambia la pena en una inmensa alegría: «He visto al Señor» (Jn 20,18). –Los discípulos de Emaús: «¿No ardían nuestros corazones cuando nos hablaba en el camino, explicándonos las Escrituras?» (Lc 24,32). –Y más todavía: viendo cómo Cristo asciende a los cielos, «se volvieron a Jerusalén llenos de gozo» (24,52).

 

Conozcamos en los santos el amor a Cristo. Amarlo es nuestra gloriosa vocación

Leamos los escritos de los santos que mejor han expresado el amor de Cristo, para que al menos, sabiendo de oídas lo que es ese enamoramiento, lo pretendamos, confiando en la ayuda de la gracia. Mientras tanto, cuando estamos, por ejemplo, en oración ante el Señor, sin verle ni sentirle, podemos decir: «no te veo, Señor, por mis pecados; pero me conformo con verte ahora en las visiones de tus santos, y después en el cielo cara a cara».

Solo dos ejemplos.

+San Pablo

«Cuanto tuve por ventaja, lo reputo daño por amor de Cristo, y aun todo lo tengo por daño, a causa del sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo sacrifiqué y lo tengo por estiércol, con tal de gozar de Cristo» (Flp 3,7-8). Es el lenguaje de una persona totalmente enamorada. Y es normal: cuando sale el Sol, quedan ocultas las estrellas.

«Para mí la vida es Cristo, y la muerte, ganancia. Y aunque el vivir en la carne es para mí fruto de apostolado, todavía no sé qué elegir. Por ambas partes me siento apretado, pues por un lado deseo morir para estar con Cristo, que es mucho mejor; por otro, quisiera permanecer en la carne, que es más necesario para vosotros» (1,21-24). Y es que «mientras moramos en este cuerpo estamos ausentes del Señor, porque caminamos en fe y no en visión; pero confiamos y quisiéramos más partir del cuerpo y estar presentes al Señor» (2Cor 5,6-8).

+Santa Teresa de Jesús

 Quizá las santas mujeres hayan sido aún más elocuentes que los santos hombres para expresar el amor de Cristo, aunque pensando en Ignacio de Antioquía, Agustín, Francisco de Asís, Juan de la Cruz… podría ponerse en duda lo dicho.

Santa Teresa. «Un día de San Pablo, estando en misa, se me representó toda esta Humanidad sacratísima como se pinta resucitado, con tanta hermosura y majestad… que no se puede decir, que no sea deshacerse… Si estuviera muchos años imaginando cómo figurar cosa tan hermosa, no pudiera ni supiera, porque excede a todo lo que acá se puede imaginar

Si la visión de Cristo es con «imagen, es imagen viva; no hombre muerto, sino Cristo vivo; y da a entender que es hombre y Dios, no como estaba en el sepulcro, sino como salió de él después de resucitado. Y viene a veces con tan grande majestad, que no hay quien pueda dudar sino que es el mismo Señor, en especial en acabando de comulgar, que ya sabemos que está allí, que nos lo dice la fe. Represéntase tan señor de aquella posada, que parece toda deshecha el alma, se ve consumir en Cristo… ¡Oh Jesús mío, quién pudiese dar a entender la majestad con que os mostráis! Y cuán Señor de todo el mundo y de los cielos, y de otros mil mundos…

«De ver a Cristo me quedó imprimida su grandísima hermosura, y la tengo hoy día, porque para esto bastaba sola una vez, cuanto más tantas como el Señor me hace esta merced. Quedó con un provecho grandísimo y fue éste: tenía yo una grandísima falta [realmente], de donde me vinieron grandes daños y era ésta, que como comenzaba a entender que una persona me tenía voluntad, y si me caía en gracia, me aficionaba tanto que me ataba en gran manera la memoria a pensar en él [se ve que «la persona» tenía bigotes]… Era cosa tan dañosa que me traía el alma harto perdida [no exagera];

[pues bien], después que vi la gran hermosura del Señorno veía a nadie que en su comparación me pareciese bien, ni me ocupase [la memoria y el corazón]; que con poner un poco los ojos de la consideración en la imagen que tengo en mi alma, he quedado con tanta libertad en esto que después acá todo lo que veo me parece hace asco en comparación de las excelencias y gracias que en este Señor veía. Ni hay saber, ni manera de regalo que yo estime en nada en comparación de lo que es oír una sola palabra dicha de aquella divina boca, cuanto más tantas. Y tengo yo por imposible, si el Señor por mis pecados no permite se me quite esta memoria, podérmela nadie ocupar, de suerte que, con un poquito de tornarme a acordar de este Señor, no quede libre» (37,4).

En realidad, una vez alcanzada la contemplación de Cristo, «después quisiera ella estarse siempre allí, y no tornar a vivir, porque fue grande el desprecio que me quedó de todo lo de acá. Parecíame basura, y veo yo cuán bajamente nos ocupamos los que nos detenemos en ello» (38,3).

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El que por don de Dios, gracias a su familia, se aficiona mucho desde chico a la mejor música, le cuesta después escuchar músicas vulgares y chabacanas… Pidamos al Señor que nos conceda leer más a los santos maestros espirituales de la Iglesia, por los que recibimos grandes luces, atractivos e impulsos. Ellos además nos dejarán inmunizados en relación a otros libros mediocres de espiritualidad, que alimentan el alma tanto como al cuerpo los pirulís y las bolitas de anís.

 

Post post. –Cito algunos textos de santas sobre la belleza de Cristo.

Las audiciones o visiones recibidas de Dios por grandes santas místicas son bastante semejantes entre sí, sobre todo en sus efectos. Por ejemplo, El libro de la Vida, Sta. Ángela de Foligno; Vida, Sta. Teresa de JesúsElevación a Cristo, Sta. Brígidael Diálogo y otras obras de Sta. Catalina de SienaAutobiografía, Sta. Margarita Mª Alacoque… Comenta Sta. Teresa que «hay muchas más [mujeres] que hombres a quien el Señor hace estas mercedes, y esto oí al santo fray Pedro de Alcántara» (Vida 40,8).

 

José María Iraburu, sacerdote

 

Índice de Reforma o Apostasía

 

 

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